Por un instante, al correr, sintió que
flotaba sobre el ardiente asfalto. Cada vez estaba más cerca de cumplir su
sueño, de conocer a su madre, abrazarla, besarla y contarle todas las aventuras
que había vivido a lo largo de sus casi dieciocho años. Le hablaría de la
primera cartera que robó, de aquella enorme caja en la que vivió durante
algunos meses –hasta que una ventisca
la alejó lo suficiente de él, provocando que un recolector la tomara y se la
llevase–, de aquel día en que una pareja acomodada le dio el billete más grande
que había recibido jamás. También le narraría sus días más tristes, como aquel
en que fue expulsado del puente bajo el que se refugiaba de la lluvia, quedando
solo y mojado en mitad de la acera. O esa vez en que la policía lo descubrió
intentando robarle el bolso a una mujer. O de todas las ocasiones en que no
tuvo dinero suficiente para comer y ningún alma caritativa le ofreció un poco
de pan, dejándole con el estómago vacío y el ánimo desplomado.
Sus zapatos rotos rozaban el asfalto con
más ímpetu que nunca. Con la destreza adquirida por la experiencia de
persecuciones policiacas, esquivaba a las personas que estaban próximas a él.
Pero ahora no había policía alguno, no corría intentando evitar a alguien, sino
que buscaba llegar al inmenso edificio del centro de la ciudad que, debido a su
tamaño y extraña decoración, sobresalía del resto. Ahí estaba el inicio de su
sueño.
La vida del joven no había sido sencilla;
lo primero que recuerda es una infancia en la que había aprendido a defenderse,
a ganarse la vida y a sobrevivir en aquella gigantesca urbe. Sus maestros
habían sido otros vagabundos, los cuales lo habían criado desde que lo
encontraron deambulando por las calles, llorando y con la ropa sucia. Con el
tiempo, supieron que el pequeño había escapado de un orfanato.
Hacía ya tiempo que todas las monedas que
caían en sus manos tenían dos funciones: Alimentarle y comprar boletos de
lotería. El vendedor al que acudía sentía algo de lástima por el mendigo que
siempre se llevaba una decepción por no ganar nada en los más de setenta
boletos que había comprado. Pero no perdía la fe; cada dos semanas acudía
religiosamente a adquirir uno, salvo aquella ocasión en que el dinero fue
escaso y tuvo que elegir entre comer o comprar el boleto. Fuera de ello, seguía
yendo a rascar las casillas, esperando que algún día su sueño se hiciera
realidad.
Al entrar al edificio, recordó a sus
antiguos mentores que se reunían cerca de ahí. No les veía desde aquella vez en
que intentó robarle a uno de ellos y fue expulsado del grupo. Pero el
pensamiento se desvaneció cuando, después de haber hablado con diversos
empleados y pasado por un montón de papeleo, recibió el cheque concerniente al
premio mayor. Jamás había visto tantos ceros juntos.
Los siguientes días fueron simples
preparativos; cobrar el cheque y conseguir el vuelo privado fueron las
prioridades, pero también se hizo de una casa donde guardar el dinero, se
compró ropa nueva por primera vez y supo lo que era comer en un restaurante. Ni
las prendas ni el platillo eran excesivamente caros, pero para el otrora
indigente eran lujos que se dio durante los días siguientes, hasta que llegó el
momento que tanto había esperado.
Aquella tarde, subió al avión. Dentro se
encontraba únicamente el personal que ofrecía la compañía, aunque el chico sólo
tuvo contacto con las azafatas. Se acomodó en su lugar, esperó a que el
despegue hubiera concluido y entonces, se acercó con los asistentes de vuelo.
-¿Ya estamos a la altura máxima a la que
llegaremos? –preguntó el joven
Ellas respondieron afirmativamente y el
chico preguntó por su madre, que se encontraba “en el cielo”, y había ido en su
búsqueda. Las dos azafatas pensaron que era una broma hasta que notaron la
inocencia del muchacho en sus ojos. Con mucho pesar, entre ambas le dijeron que
había cometido un error al creer que su madre estaría ahí. El chico no lo
comprendió; se limitó a levantarse y tomar uno de los paracaídas que la
compañía ofrecía para disfrute del cliente. Después, caminó rumbo a la puerta
de la aeronave y la abrió sin mayores complicaciones –Esto debido a que el
paracaidismo era habitual entre los usuarios–.
-¡Su madre no está afuera, en el cielo!
¡Ella murió! –gritó una de las aeromozas. Y el chico siguió sin entenderlo.
Sintió el viento en su rostro durante un par de segundos antes de lanzarse del
avión, pensando en las palabras que acababa de escuchar. “Ella murió”, pensó.
“Murió”. Fue entonces que asimiló la idea, supo a qué se referían las
trabajadoras y por qué no había encontrado a su madre. Abrió su mente...
Mas no así su paracaídas.
Curiosidades
- La idea original surgió mientras escuchaba una instrumental de rap, por lo que pensaba escribir una canción en vez de un cuento.
- Lo escribí en dos días; originalmente era más extenso, pero al tener unos parámetros para el concurso, lo reduje y recorté.
- El título es un homenaje a este gran tema de Nujabes y C.L. Smooth:
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